¿Cuál será la motivación para que Mario intente una y otra vez rescatar a la princesa Peach de su siempre precaria situación? Podríamos pensar que se trata de amor verdadero y que su fervor por sortear toda clase de peligros es muestra de auténtica pasión, pero también podría tratarse simplemente de un vasallo devoto, una especie de guardaespaldas con entrega ciega a la realeza. Cualquiera que sea la respuesta de sus maliciosos creadores, es un hecho que la relación de esta pareja raya en lo disfuncional; después de todo, cómo podría surgir el romance cuando Bowser pasa más tiempo con la doncella que el fontanero, y lo que es peor, las muestras de afecto de la princesa rara vez exceden un beso en la pronunciada nariz de Mario o una eufórica expresión italiana, por parte de este héroe de las tuberías.
Haciendo a un lado que todas las entregas de Super Mario Bros. son de aventuras y no amorosas, además de estar enfocadas en público de todas edades, son el ejemplo básico de las tribulaciones que enfrenta la industria cuando se trata de expresar sentimientos de cualquier tipo y especialmente, el amor. Y es que este sublime emoción funciona de manera similar en los juegos de video que en el arte cinematográfico de acción: el interés amoroso es un vehículo para que el héroe tenga un propósito, como sucede en la historia de Kratos, que al margen de los sentimientos que tenga por su familia, los usa de pretexto para iniciar su carrera de sed y venganza; ahora, si consideramos el otro lado de la moneda, conseguir unir a la pareja se convierte en un trofeo, una simple conquista que una vez alcanzada, rara vez se recibe continuidad e interés por parte del juego mismo.
Una historia difícil de contar
El problema, en realidad, radica en la percepción. Romance es en sí, un término subjetivo al que cada persona se subscribe de diferente modo, por ello escribir una historia creíble es complicado, pues enfrenta dos alternativas: apelar al público general (o a un tipo de audiencia más universal) u ofrecer opciones para cada grupo. Los juegos de Final Fantasy son un caso ejemplar en el que la historia de amor se escribe con clichés juveniles, y a modo de película romántica, sigue el esquema tradicional del personaje que vive eternamente enamorado de su pareja, sin oportunidad de elegir otra, aunque haya opciones disponibles. Mientras tanto, las obras de BioWare tienden a brindar libertad de elegir personajes, ya sea una perversa Morrigan, la inocente Leliana o incluso el elfo gay Zevran, todo por medio de líneas de conversación, escritas o habladas, que llevan irremediablemente a entablar una relación de afecto o fracturarla, dependiendo del grado de sumisión que mostremos frente a las necesidades de aquel a quien cortejamos.
El dilema es, una vez más, que cada persona tiene su percepción y encuentra atractivos elementos o situaciones que para el jugador de al lado podrían ser irrelevantes. La apariencia gráfica, la calidad en la actuación de voz y por supuesto la personalidad, se combinan para crear una impresión diferente de cada personaje, asumiendo que hablamos de creaciones más recientes que un arcaico juego de 8-bit; al final, cada recreación tendrá diferencias de acuerdo con la persona que lo juegue. En términos fílmicos y literarios, el romance funciona porque como espectadores nos involucramos de manera diferente con la historia, no somos sujetos de decisión en los eventos que se desarrollan y desde luego, difícilmente nos preguntarán qué debe hacer el protagonista; el único requisito es confiar en las acciones y expresiones de los protagonistas que guían la narrativa.
Comentarios
Facebook
Tarreo (30)
Mejores
Nuevos